domingo, 3 de mayo de 2009

Ha habido progreso en el mundo de hoy? El progreso general de las naciones, desde 1945 quedó plasmado como uno de los objetivos contentivos de la Carta de la ONU, desde entonces el planeta ha sufrido los grandes avances del progreso que no han hecho de dichos objetivos, mera letra muerta: la guerra, como manera de acabar con amenazas inexistentes y apoderarse de recursos naturales que necesita el imperio para sostener un estilo de vida basado en un consumo irracional de energía y de todo lo demás, cuyos grandes logros han sido la destrucción cultural de pueblos enteros, enfermedad y miseria; un problema ecológico que amenaza seriamente con crear las condiciones para que la actual elite dominante y demente sea la única que desde la luna o alguna estación espacial, tenga posibilidades de sobrevivencia ya no sobre la tierra, lugar que estará en plena devastación, progresivamente inevitable, por cortesía de los acólitos del desarrollo y el progreso. El ser humano necesita creer porque necesita trascender. La conciencia de la finitud de la vida, la conciencia de la muerte, el tener la convicción del fin, nos convierte en animales en búsqueda de sentido, una búsqueda que desde el surgimiento de la modernidad capitalista como emancipación o salida de la inmadurez producto del esfuerzo de la razón como proceso crítico (Dussel), se asimiló a la nueva manera de ver y entender el mundo como un continuo, a la historia como el espacio de la superación y el progreso, el desarrollo constante como proceso inacabable, infinito. Esto sugiere en un primer momento que, la búsqueda perpetua de lo nuevo, la compulsión hacia la innovación, la visión teleológica de las cosas (aristotélica), no es algo que forme parte de la “esencia” de la especie humana; dicha visión, cosa muy distinta, se convirtió en la esencia de la seguridad y sentimiento de poder del hombre moderno, propio de un período histórico particular con orígenes bien identificados aunque objeto de debate, nunca acabado ni eterno. Plantear la tecnología como forma de trascendencia puede que aluda a una perversión propia de nuestra época. Definitivamente hay razones para defender el avance de la ciencia y la tecnología pero ¿Hay más razones para defenderla que para condenarla? Lograr usar la energía nuclear para electrificar un país, como en el caso de Francia en un 70% más o menos, es un logro importante de la civilización moderna pero ¿Eso revive a las víctimas de Hiroshima y Nagasaki? ¿Habrá que considerar a Chernóbil y a las víctimas del uranio empobrecido en Irak, las de ahora y del futuro, como males necesarios y comprensibles sólo porque se ha logrado darle un uso distinto a dicha energía? Ilia Nóvik, en el prefacio a su obra “Sociedad y Naturaleza” (Editorial Progreso. 1980), afirma que para esa fecha ya se reconocía la “desfavorable situación ecológica”, problema que demandaba para enfrentarlo efectivamente, medidas de carácter sociopolítico, económico, jurídico, científico y técnico. El análisis de los ya inocultables problemas ecológicos, dice Nóvik, había producido para esos días todo un caudal de publicaciones en varios países. De las diversas posturas destacaban dos, que para el autor eran visibles extremismos: el pesimismo ecológico y el superoptimismo técnico. La primera, catastrófica, afirma que la destrucción del hábitat natural del hombre es inevitable a causa de los efectos de la ciencia y la técnica; de la segunda destaca su seguridad en la superación de las “dificultades ecológicas” producto de la ciencia y la técnica mediante, por supuesto, la ciencia y la técnica. Han pasado 28 años y la primera postura parece reclamar cada vez más veracidad, no obstante los actuales superoptimistas siguen afirmando irresponsablemente que la solución al ya irreversible daño ecológico, sobrevendrá en un estadio tecnológico superior

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